UNA ENTREVISTA INEDITA CON CORTAZAR
por Carlos Ramírez
La última pregunta de la entrevista con Julio Cortázar, ya apagada la grabadora, lo hizo quedar en deuda conmigo:
"–¿Cómo comenzaría usted un cuento sobre militarismo? ¿Cuál sería su primera frase?"
"–Nunca empiezo cuento con frases hechas o preparadas. Y hoy no sabría cómo empezar uno. Lamento no poder darle el primer párrafo de su nota. Pero, eso sí, le prometo que en cuanto me llegue un cuento sobre militarismo, le envío un telegrama con la primera frase".
El telegrama nunca llegó. Sin embargo, de la entrevista dos cosas me llamaron la atención para cuentos cortazarianos sobre militarismo: Los ejércitos enemigos y/o Cruce de fronteras serian dos títulos con la idea cuentística de Cortázar y su prosa sugerente, que dice más de lo que enumera con las palabras.
La entrevista a Cortázar se la hice en 1980, en Cocoyoc. El escritor argentino era jurado, entonces, del concurso Proceso-Nueva Imagen sobre "El militarismo en América Latina". En los jardines del hotel Cocoyoc hablé con Cortázar más de una hora. Luego lo vería dos o tres veces más junto con los demás miembros del jurado -sobre todo con su gran amigo del alma Gabriel García Márquez y exponiendo su amistad generosa con Carlos Quijano–. En la revista Proceso publiqué una versión periodística de siete cuartillas de la entrevista y guardé en mi archivo la transcripción íntegra de la plática, por si algún día valía la pena circularla completa. Nunca pensé en una ocasión tan lamentable como su prematura muerte.
Si bien el tema central era el militarismo latinoamericano y el escritor argentino logró dilucidar algunas cosas desde su modesta ignorancia. no pude tampoco evitar hablar con Cortázar un poco de literatura. El autor del mejor de los cuentos –para mi gusto–, El perseguidor, habló de ambas cosas, pero ya para entonces se notaba una particular atención sobre la problemática social de América Latina. Habló de su conferencia en Xalapa y vislumbró su preocupación sobre el drama de los derechos humanos, las dictaduras y la pesada carga del exilio. Nicaragua renacía del somocismo y las esperanzas de América Latina parecían haber sobrepasado el trauma de Chile. Era lo que preveía como oposición al destino manifiesto del expansionismo norteamericano: el destino socialista de América Latina.
Hombre generoso, lucido, siempre sonriente, Cortázar me pareció un hombre agobiado por el tiempo. Lo vi cansado. Gigante bueno, varias ocasiones lo alcancé a mirar arrastrando su cuerpo por los jardines de Cocoyoc, la cabeza inclinada. los lentes en su lugar, los textos en sus manazas. Y lo noté más fatigado cuando hablamos de los rescoldos del boom. Para él, “los protagonistas de eso que se llamó boom somos ya gente vieja”, dijo sonriente. Luego destacó a las nuevas generaciones de escritores que habían tomado lo mejor de esos viejos.
Eso sí, sus convicciones seguían firmes, sólidas, renovadas. Para ese hombrón algo bueno había quedado en la narrativa latinoamericana, en cuya tarea hablan participado los escritores de los sesentas: lograr que lo mejor de la literatura de América Latina estuviera siempre "del lado de la luz".
Pasó el tiempo de aquella entrevista y me quedé esperando el telegrama de Cortázar. Y eso que le di una tarjeta con mi dirección. El problema, en todo caso, se convirtió en una duda que hoy revive como el mejor homenaje: ¿cómo hubiera comenzado Cortázar un cuento sobre militarismo?
El tema del militarismo se ubica ya en un nuevo contexto latinoamericano, sobre todo en los últimos 20 años. Estos dos decenios registran periodos importantes: Revolución Cubana, proceso chileno y Revolución Nicaragüense. ¿Cómo observa usted, como escritor, estos hechos?
–Creo que todos los que me conocen poco saben que entre mis muchos defectos no está la falsa modestia. Cuando yo digo que hay temas que no conozco bien, no estoy hablando con falsa modestia, sino que realmente hay temas de los cuales tengo una idea global, un punto de vista, pero estoy muy lejos de ser un especialista y un entendido en el tema. Uno de esos temas es el militarismo. Desde mi punto de vista de civil mi idea de militarismo no es la que pueda tener alguien que haya reflexionado incluso técnicamente en el problema, tanto militar como civil. De modo que lo que yo pueda decir acerca de cómo veo la situación del militarismo en América Latina hay que tomarlo sobre todo como una idea muy global y expuesta a muchas críticas, pues yo mismo me hago autocríticas permanentes.
Esta autocrítica es importante, porque muy frecuentemente entre nosotros los latinoamericanos lo que nos ha hecho sufrir, lo que nos ha valido muchas derrotas, han sido quizá ciertas convicciones demasiado definidas y la falta de flexibilidad, de autocrítica, en el caso de Cuba, por ejemplo: a los dos o tres años de la Revolución, todo el mundo se hizo una idea un poco en bloque acerca de ella y la gente no reflexionó con suficiente plasticidad mental para darse cuenta que una revolución es un proceso casi biológico, puesto que está hecho por hombres y vivido por hombres y que una revolución es como un organismo que evoluciona y que pasa de la infancia a la adolescencia y a la edad adulta, con pasos hacia adelante, pasos hacia atrás.
Es decir: cuando se habla de temas como el militarismo, lo primero que yo le exijo a quien está hablando y a los lectores –eventualmente– es una gran apertura, una gran flexibilidad de pensamiento. Yo pongo un ejemplo: cuando se me habla de militares, de militarismo, mi primera reacción es profundamente negativa. Es decir en principio, todo lo que es militar me suena como cosa retrógrada e incluso veo al militar como al enemigo natural del civil. Ahora: cuando uno piensa un momento, se da cuenta que de todas maneras hay por ahí –aunque muy pocos ejércitos que son ejércitos del pueblo, ejércitos a los cuales no se les puede aplicar el tratamiento que se le da en general al militarismo. Pienso en este momento en el ejército cubano, que es un ejército profesional que de ninguna manera se podría comparar al ejército argentino o al ejército chileno. Hay que tener mucho cuidado con ese tipo de cosas.
Lo que creo que le interesa a usted en este momento es el caso de los ejércitos enemigos, porque con respecto a los ejércitos que yo llamo positivos –como puede ser en este momento el de Nicaragua, si podemos llamar ejército a eso que en este momento es sobre todo un pueblo en armas, que no está profesionalizado como lo está el cubano– hay que tener cuidado en su identificación, aunque, por desgracia, en América Latina es la minoría absoluta, es una cantidad ínfima de elementos militares positivos. Para mí, cuando se me habla de militarismo en América Latina en este momento, veo sobre todo el Cono Sur, veo Chile, Argentina, Uruguay y, con un sentimiento de horror, veo sobre todo el caso de Bolivia en estos momentos. Veo también en segundo plano el Brasil, cuyo ejército ha tenido un papel tan negativo y tan nefasto en lo que ha sucedido en los últimos decenios.
Y es ahí donde me gustaría decir que creo que en el curso de los últimos cinco o seis años la presencia negativa del militarismo en América Latina se ha multiplicado. Y no se ha multiplicado porque los ejércitos hayan aumentado, porque en principio siguen teniendo más o menos los mismos efectivos. El problema es que en el Cono Sur, lo que llamamos ejércitos en plural, creo que cada vez más hay que pensarlos como un ejército en singular, un ejército coaligado, unido y concertado en el nivel de los altos mandos militares de varios países. El problema verdaderamente trágico para el Cono Sur es que en este momento las poblaciones civiles de todos esos países no solamente están sometidos a la acción de su ejército local, sino que todos esos ejércitos de esos países están colaborando estrechamente entre ellos, lo cual significa varias cosas: las más graves son el hecho de que toda noción de territorialidad, de derecho de asilo y de respeto a los derechos humanos ha quedado totalmente destruida y mancillada por la conducta de los ejércitos.
Usted sabe muy bien que en los últimos acontecimientos en Perú y en Bolivia la participación de, por lo menos, el ejército argentino ha sido no solamente sospechada sino probada con hechos evidentes. En este momento, cuando las circunstancias les convienen a los altos mandos, miembros de un ejército se hacen presentes en otro ejército para ayudarlos a aplastar cualquier forma de protesta civil. Es lo que ha sucedido en Perú y lo que acaba de pasar en Bolivia: las asesorías técnicas e incluso las asesorías prácticas –cuyos detalles, claro, no conozco– han sido ampliamente difundidas y denunciadas por las agencias de noticias o por corresponsales responsables. En este momento, cuando el ejército argentino busca a un opositor civil que se ha refugiado en el Perú, lo va a buscar al Perú, con la complicidad del ejército peruano. En el caso de Bolivia tiene que estar sucediendo exactamente lo mismo y podría suceder al revés, que miembros del ejército peruano actuaran en la Argentina para apoderarse de un opositor peruano que está allí. En ese caso casi siempre con la complicidad de los mandos. Hace años que esto sucede entre la Argentina y Uruguay: fuerzas argentinas han recibido opositores que habían sido arrestados por el ejército uruguayo y viceversa. Por motivos de táctica personal les convenía que se produjera ese cruce de fronteras y que fueran entregados, una especie de extradición sin ninguna garantía legal, cumplida en forma secreta, embozada, pero que poco a poco vamos sabiendo porque esas cosas se filtran, finalmente. En los últimos tiempos ha habido episodios que se han hecho sentir incluso en Europa. Por ejemplo, en plena ciudad de París hubo un secuestro de un argentino y las sospechas más evidentes fueron que efectivos enviados directamente de Buenos Aires operaban en París burlándose de las autoridades francesas, pues en ese caso no había complicidad del ejército francés, pero sí había una intromisión en la soberanía de otro país.
Todo lo que he dicho, a mi parecer, abre una nueva y muy grave etapa en la presencia y la influencia del militarismo en América Launa, porque hasta hace algunos años –de todas maneras–, por más, inescrupuloso que fuera un ejército sudamericano, sus operaciones se cumplían dentro del país. En ese momento, es evidente que las fronteras no significan nada en ese plano y que las poblaciones civiles, que en muchos casos buscan refugio en otro país, da lo mismo que si se hubieran quedado en el propio. Es decir: si en este momento un peruano se refugia en Argentina o viceversa, no está más protegido que si se hubiera quedado en su propio país.
Creo que sobre esto no se ha insistido bastante. Y debe insistirse, porque da la idea de una especie de arma nueva. Se habla mucho de armas en el sentido directo de bombas o de láser o de obuses, pero este tipo de armas, que consiste en entrar en otro país con la complicidad de colegas castrenses de ese país y operar con toda impunidad, esa es un arma, en mi opinión, tan poderosa y tan peligrosa –si no más– que las armas físicas.
Todo esto sería el síntoma de agravamiento de la situación en el Cono Sur con respecto a los militares
– ¿Podría esto tener una explicación en cuanto a qué es lo que se encuentra detrás de este tipo de radicalización del papel de los ejércitos sudamericanos en el contexto político?
–Absolutamente. Una vez más hay que ir a la raíz del asunto, los ejércitos latinoamericanos de los países con dictaduras tienen sólo una autonomía relativa. El ejército como ejército en sí no desempeñaría el papel negativo que está desempeñando, si no sucediera que ese ejército está a su vez sometido a otros poderes, a otras fuerzas. Y es aquí donde entran en juego dos factores capitales:
El más grande, que abarca todo, es ese que llamamos el imperialismo norteamericano, a quien le conviene siempre que toda oposición progresista de civiles sea inmediatamente sofocada. La única manera con que se puede sofocar ese clima, ese deseo, esa voluntad de libertad y soberanía, es mediante las armas, es mediante la intervención militar. Y es entonces que los ejércitos sudamericanos cuentan ya con una especie de carta blanca, con un primer respaldo que les viene directamente de los norteamericanos, que agitan mucho el tema de los derechos humanos pero que lo agitan en el aire y no en profundidad. Porque frente a la situación en Uruguay o en El Salvador –por ejemplo– usted sabe muy bien cuál es la actitud pasiva y contemporizadora de los poderes norteamericanos. De modo que, en realidad, los ejércitos en el fondo son instrumentos al servicio de ese imperialismo. Esta es la primera fuente que explica la acción de los ejércitos.
La segunda, igualmente poderosa y si no más en muchos casos y mucho más odiosa, es que los ejércitos tienen por misión fundamental defender las oligarquías locales. Es decir, defender las minorías que dominan las industrias que poseen los latifundios Para citar ejemplos como símbolos las catorce familias de El Salvador o los grandes jefes de producción y de industria de Argentina. El ejército es el guardaespaldas de la riqueza de la minoría, que a su vez acepta tácita o directamente el apoyo general que le viene del imperialismo yanqui. De manera que esta es una cadena que se da de una manera implacable.
Lo que acabo de decir es muy primario, pero son cosas en las que hay que insistir. Muchas veces en América Latina se tiende a pensar que los ejércitos están operando con una cierta independencia, por ejemplo cuando los altos mandos uruguayos o bolivianos o argentinos producen sus discursos explicando por qué están en el poder, por qué lo han tomado, siempre hablan por sí mismos, y jamás van a hacer referencia a quienes en el fondo los están dirigiendo y mandando, que son las oligarquías por un lado y el imperialismo por otro. Esto no lo van a decir jamás; sin embargo, es un hecho tan evidente que es necesario subrayarlo e insistir en ello.
–Para una nueva caracterización de cierto tipo de ejércitos en América Latina habría sido necesaria una revolución política, un cambio en las perspectivas políticas, y esto llevaba que desde un principio las fuerzas progresistas se plantearan la creación de un nuevo tipo de ejército. ¿Qué ocurre en otros países de América donde el enfrentamiento de fuerzas progresistas y el ejército se da en términos de que la radicalización plantea también las vías de acceso al poder? Acaba de pasar el discurso de Castro, el 26 de julio, y en él plantea lo vía armada como la única válida para la revolución. Frente a este enfrentamiento, se plantea nuevamente el problema de las vías revolucionarias.
-Es una difícil pregunta, porque exigiría una serie de análisis de fondo. Se ha dado el caso –mi país es, creo, uno de esos casos– en que ha habido coyunturas en ciertos momentos en que las fuerzas progresistas –estoy hablando de civiles– tuvieron una gran oportunidad de llegar al poder por vía pacífica, por vía electoral. Al borde de esto, ha habido siempre el golpe de estado militar. Lo que hay que preguntarse es por qué ha sucedido eso, por qué el ejército ha intervenido en último momento. Y es ahí donde la necesidad critica se vuelve muy evidente. El caso de la Argentina ilustra que cuando esas oportunidades positivas se dieron, los grupos progresistas civiles perdieron demasiado tiempo en querellas internas, en conflictos de tipo ideológico. Esa unidad que se consigue muchas veces en la desgracia, en el exilio, en el destierro, esa unidad que se logra tan difícilmente después de haber recibido un golpe casi mortal, esa unidad no se consiguió cuando hubiera sido necesario conseguirla. Inmediatamente surgen diferencias dentro de la definición ideológica. La palabra izquierda es una palabra muy elástica; inmediatamente está el ala más moderada y el ala más radical; la primera busca –hablemos en términos muy generales– una vía progresiva hacia el socialismo y una vía más radical que entiende que la toma del poder debe hacerse de manera inmediata o sea la revolución con todo lo que la palabra encierra.
Desdichadamente, en el Cono Sur ese fenómeno se ha repetido muchas veces. Esto fenómeno tiene aspectos muy positivos y yo no lo estoy criticando en bloque. Tiene aspectos positivos porque es muy lógico que las fuerzas progresistas tengan ideologías bien razonadas, que las piensen, las elijan, y que la mía choque con la suya. El problema es que el choque no debió llegar nunca a tal límite que nos debilitara a nosotros, en tanto que las fuerzas militares aprovechaban esa debilidad para dar el golpe.
En el caso de movimientos armados de guerrillas directamente constituidas, eso se ha producido con una frecuencia muy negativa y muy lamentable. Lo que en principio estaba bien, en posiciones ideológicas muy diferentes, se convirtió en un mal porque se produjo el fenómeno de la división y por lo tanto de la debilidad, debilidad muy hábilmente utilizada por el adversario, inmediatamente. Porque lo que caracteriza al ejército es que no está nunca dividido, y si tiene divisiones internas –como pasa en el alto mando chileno– saben frenarlos y disimularlas a medida en que les conviene mantener el bloque.
Lo que me parece más admirable en la liberación de Nicaragua, es el hecho de que el Frente Sandinista, tomado en conjunto, estaba dividido en tantas agrupaciones… Y si esa división se hubiese mantenido. Somoza estaría ahora en Managua. Lo que pasó fue que en el último momento los sandinistas tuvieron el heroísmo –porque hace falta un gran heroísmo para eso, sobre todo el heroísmo de los jefes, de alguien que es un jefe aceptar otros jefes en la lucha, y esto humanamente es difícil– de unirse por sobre diferencias, la verdad es que el triunfo siguió muy de cerca a la unificación. Y yo estoy esperando lo mismo –ya se está dando en un plano teórico– en El Salvador. Cuando en El Salvador esté –ojala lo estuviera ya– unido en un cien por ciento el mundo de protesta civil, la junta cae, la junta cae automáticamente, en la medida en que no lo esté y que las acciones se sigan dando en una cierta autonomía, en una cierta independencia, al ejército se le hace fácil la tarea porque lo destruye a usted primero y me destruye después a mí. Pero si usted y yo estamos juntos, es más difícil destruirnos.
Le estoy diciendo cosas muy primarias, pues no soy un politólogo ni un militarólogo. Soy un hombre que se angustia frente al derroche, al sacrificio de vida, frente a la pérdida infinita de vidas y de esperanzas que han significado esas desuniones.
–Hay una serie de experiencias que han ocurrido recientemente en las luchas progresistas de América Latina, en donde no se ha podido vencer el último obstáculo para tomar realmente las riendas del poder y ese último obstáculo es el ejército, los militares y ese nuevo concepto que es el militarismo. ¿Existe una claridad, una lucidez, en las fuerzas progresistas, en las fuerzas de izquierda de América Latina para entender el fenómeno de militarismo en el continente?
-No es una pregunta que yo pudiera contestar En primer lugar, si yo estuviera viviendo en América Latina tendría un contacto más directo de los elementos de ese problema. Desde lejos –aunque paradójicamente estando lejos tengo mejor información que los que están adentro, muchas veces, pero que es una información de otro tipo– me resulta un poco difícil saber hasta qué punto los mandos civiles de oposición tienen una conciencia clara y precisa de este nuevo militarismo –se puede usar el término de nuevo militarismo latinoamericano–
Quiero creer que sí. No es posible imaginar que dirigentes civiles no se den perfecta cuenta de lo que significan, primero, las alianzas militares secretas que en este momento les están dando fuerzas multiplicadas al militarismo sudamericano –eso, desde luego, no lo ignoro– Lo que está por verse es el tipo de respuestas que ellos están preparando o dando, porque de la misma manera que los ejércitos se están volviendo cómplices entre ellos, son compinches de la misma banda, pues dándole su sentido positivo la única respuesta del mundo civil es esa misma unificación, esas mismas tomas de contacto; no seguir procediendo aisladamente, separadamente.
Yo sé que esto es muy difícil de hacer, porque los ejércitos en primer lugar tienen los medios tecnológicos, tienen el dinero, tienen la fuerza, tienen los transportes, tienen indirectamente los canales de noticias, tienen la información, todo lo que da el poder. Y eso les permite una mayor cohesión, una mayor facilidad operativa. En el caso de los civiles, éstos están desprovistos en general incluso de cosas elementales, todo contacto, todo diálogo se hace mas penosamente. Es mucho más fácil para un general argentino reunirse con un peruano, un boliviano y un uruguayo en torno a un whisky a discutir la estrategia, que, en otro caso, cuatro líderes de la izquierda latinoamericanos reunirse en torno al mismo whisky a discutir una estrategia conjunta, porque a veces esos cuatro líderes no tienen medios para tomar el avión e ir a encontrarse con otro líder, o no tienen documentos o no tienen garantías. Entonces, esos son factores de separación que, naturalmente, el ejército aprovecha muy bien.
–A usted le han tocado vivir tres etapas de la vida latinoamericana: Cuba, Chile y ahora Nicaragua. ¿Cuáles serian sus perspectivas para el desarrollo de América Latina en dos aspectos: primero, su liberación; segundo, el nuevo militarismo latinoamericano que se ha hecho muy sofisticado y que dificulta la lucha de las fuerzas progresistas?
–Yo he sido siempre optimista y lo sigo siendo en ese plano En algún momento mi optimismo fue más tangible porque hacia el año de 1973, en momentos en que el peronismo ganó las elecciones en Argentina y Chile la Unidad Popular estaba en el poder, se abrían allí posibilidades a un plazo relativamente corto de un gran avance en el plano de la conciencia política popular. Los golpes de Estado en esos dos países, más los que se han sucedido después, hacen que mi optimismo tenga que retroceder a un futuro más lejano, lo cual no significa que yo deje de ser optimista porque –y esto es el fondo del asunto– yo creo que la revolución se hará en el conjunto de América Latina. ¿Cómo se hará? ¿Dónde se seguirá haciendo, más allá de los focos donde ya se ha cumplido? Carezco de experiencia y no soy profeta. Pero estoy convencido que el destino de América Latina es un destino socialista. Estoy convencido de que lo que algunos pueblos latinoamericanos han hecho por su liberación consiguiéndola o no tiene una fuerza de ejemplo que el resto de los pueblos menos concientizados o mas aplastados por el poder están recogiendo progresivamente y que eso se va sintiendo en distintos planos.
Tengo la impresión de que hay una progresiva apertura de conciencia, de conciencia moral y de conciencia política, en nuestros pueblos; y esto significa obligadamente un retroceso del militarismo, porque el signo del militarismo por definición es negativo, aunque ellos se presenten como paladines de todas las fuerzas positivas –bien sabemos que es una mentira–.
De modo entonces que creo que, en este momento. la coyuntura es mala; mi optimismo no es tonto y por eso creo que es una mala coyuntura: 1980 es un mal año para América Latina, y los sucesos en Bolivia son la prueba irrefutable y la situación en Guatemala y El Salvador muestran que hay una especial de apuesta que todavía no se resuelve en un sentido o en otro.
Pero hablando ya como escritor, como poeta, como hombre imaginativo, hablo como quien cree conocer un poco a sus compatriotas. Y cuando digo compatriotas, digo todos los latinoamericanos: usted también es mi compatriota. Yo soy latinoamericano; me alegro mucho ser argentino, pero no pongo ningún orgullo especial en serlo, y esto insisto en decirlo porque a veces los argentinos se enojan conmigo. Y una de las cosas que nos han hecho más daño, que nos seguirán haciendo más daño, son nuestros nacionalismos, ese nacionalismo inspirado por una pésima educación, por un sistema educativo dirigido por el enemigo, por las oligarquías y por el extranjero, que hacen de cada niño latinoamericano un pequeño enemigo de otros niños latinoamericanos. Y cuando digo enemigo, no lo digo en el sentido de ir a matarlos, pero crean pequeños patriotas con un complejo de superioridad respecto a los otros. Y cuando ese niño se convierte en un hombre y ese hombre no tiene suficiente cultura, no ha podido estudiar, es un campesino o un obrero, esas ideas le quedan.
Entonces, por ejemplo, cada vez que hay un campeonato de fútbol o alguna cosa así, el argentino piensa que es el mejor del mundo y el mexicano está pensando lo mismo en ese momento, y el colombiano igual. Eso forma parte de la vieja política de dividir para reinar, que Washington conoce como nadie y que los ejércitos latinoamericanos conocen como nadie. Porque, además, los ejércitos latinoamericanos también se odian entre ellos, porque están formados por latinoamericanos. Se odian como se odian los gánsters de una banda; están unidos porque les conviene estar unidos para asaltar un banco; pero usted sabe muy bien como se liquidan entre ellos apenas pueden. Es exactamente la misma cosa dentro de los ejércitos latinoamericanos.
Yo fui maestro, fui profesor, y en la medida de mis pequeñísimas fuerzas y de mi pequeñísima aula que tenía a mí disposición –sea nada en el conjunto de la educación– hice todo lo que pude por quitarles a mis alumnos esa noción chovinista que aquí en México es muy fuerte, muy fuerte y se nota leyendo los diarios. Y entonces se producen esas cosas que para mí son escalofriantes. Por ejemplo, todos estos días en los periódicos vemos que ustedes los mexicanos están sufriendo una serie de derrotas bastante estruendosas en el campo deportivo. Y eso es visto casi corno un drama nacional, porque cómo es posible que un mexicano que tiene que ganar –esto es lo que se aprende en la escuela– van y les ganan ocho a cero. ¿Cómo es posible si tiene que ganar? Yo no tengo una idea. Eso está mostrando cosas mucho más profundas que el deporte. Yo no tengo una idea muy positiva del deporte, y lo digo muy francamente aunque eso va a molestar a muchos lectores: creo que el deporte es casi siempre un instrumento político en manos del enemigo. Mire la copa del mundo en la Argentina cómo la aprovechó la junta militar; la han aprovechado a fondo. Los juegos olímpicos y otros sirven para fines negativos; el deporte podría ser una cosa muy bella, pero en la mayoría de los casos no lo es, porque favorece los peores chovinismos.
Pero regresemos al tema del militarismo. Si hablamos de posibilidad de alianzas mentales, ideológicas, de alianzas de conciencia de todos los pueblos latinoamericanos que quieren liberarse, eso tendría que empezar desde abajo, desde el plano de la educación, y pocas veces se piensa en eso. El pueblo mismo no se da cuenta de que a sus propios hijos les están creando una mentalidad en cada país latinoamericano que es en el fondo una mentalidad negativa, porque es muy hermoso ser mexicano y amar a México. Y lo hermoso pasa a ser terrible es cuando eso que es tan positivo, puede volverse negativo frente a otros contextos sudamericanos y puede crear tensiones, enemistades rivalidades.
–En ese panorama poco optimista, se observa una guerra ideológica entre diversas fuerzas políticas. Frente a casos concretos se pretende desprestigiar a sistemas políticos determinados. Cuando el caso de Cuba y la salida de cubanos de la isla, usted escribió un relato conmovedor acerca de las diferencias entre sistemas comparando Cuba con países europeos. Frente a ello, tenemos en América Latina imágenes desgarradoras. ¿Cómo podría explicar o acercarnos a la realidad social de América Latina?
–Durante unos cuantos años yo formé parte del II Tribunal Russell, que se ocupó de América Latina. Esa permanencia en el tribunal me fue muy útil porque me permitió enterarme de cosas que muchas veces el público no conoce y que muestra hasta qué punto la acción del imperialismo norteamericano se ejerce en nuestros países en ese sentido negativo, en el sentido de favorecer toda explosión de tipo nacionalista acentuado, crear la superioridad de cada país, y darle una ilusión de soberanía y libertad que luego en la práctica no se cumple, porque en la mayoría de los casos son pueblos que están sometidos a oligarquías o a fuerzas armadas y en general a las dos juntas.
En ese Tribunal tuvimos larguísimos informes sobre el trabajo que se puede llamar de genocidio cultural, de destrucción de valores culturales, perpetrado por instituciones norteamericanas en América Latina, a través, a veces, de las iglesias protestantes, otras veces, de los llamados cuerpos de paz; a través de todas las formas de corrupción por el dinero, que consiste en apoderarse poco a poco de la gente más capacitada sacarla del país y llevarla al modelo norteamericano –el espejismo del modelo norteamericano– y convertirla de alguna manera en un cómplice, en un cómplice que no siempre sabe que es un cómplice, porque sigue siendo un colombiano o un mexicano, pero es un hombre que, atraído por las facilidades que se le dan, deja de participar en la vida interna de su propio país e incluso en algunos casos puede llegar a traicionarlo.
Todo eso puede parecer una gota de agua en ese inmenso drama todos los pueblos latinoamericanos pero no es una gota de agua porque a lo largo de los años eso se ha notado. La mentalidad de los niños, por ejemplo, a través de las tiras cómicas de procedencia norteamericana y del cine, que con una habilidad extraordinaria –porque tienen grandes técnicos en la materia van infiltrando la noción de la "american way of life". ¿A qué cree usted que se debe la salida de una gran mayoría de los que se han ido ahora de Cuba? Es la gente que iba en busca de televisores en color, de chuingams, y lo decían al llegar. En esa nota yo decía –lo que verifiqué a través de las agencias de noticias y no siempre las buenas– que los cubanos que llegaban a Costa Rica o a Miami, cuando los interrogaban sobre los motivos, había muchos qua hablaban de libertad y había opositores al régimen de Fidel Castro. Pero no era la mayoría; la mayoría hablaba de problemas de tipo económico, hablaba del espejismo que suponía para ellos la visión de una parte de su familia que estaba viviendo en un lugar con enormes neveras, con aire acondicionado, con el televisor en color, y que no tienen capacidad mental para reflexionar en el precio que hay que pagar por todo eso. Es el caso, ya en el plano totalmente negativo, de la gente de Puerto Rico en Estados Unidos, que finalmente viven muy mal, en condiciones deplorables, pero pueden decirles a sus familias que tienen el último modelo de reloj electrónico, y mira la máquina de escribir que se compró el niño. Es decir, los gadgets. La civilización del gadget influye profundamente en la mentalidad popular Y nosotros, en América Latina hemos hecho muy poco respecto a eso, porque no tenemos la educación en nuestro poder
Yo me eduqué en la Argentina dentro de un sistema pedagógico en que los valores tecnológicos se nos mostraban como una especie de finalidad de la vida, y entonces, en medios pobres, en medios oprimidos con un nivel de vida muy bajo, ello puede convertirse en un factor de abandono de la realidad y entrar en un juego de engaños.
Esas son las formas digamos culturales del imperialismo en América Latina y son formas muy eficaces. Creo que hay que insistir en eso. No se trata solamente de la cantidad de dólares que le manden a la junta salvadoreña o de los aviones que le vendan a Videla o a Pinochet. No, no. Hay que pensar también en otras cosas. Usted conoce el libro de Ariel Dorfman: Cómo leer al Pato Donald. Ese es el otro aspecto cómo un personaje tan simpático como el Pato Donald se infiltra en la mente de los niños, creándoles una visión capitalista del mundo. Es decir: el señor que tiene dinero vale más que el señor que no tiene dinero, por lo tanto, el gerente del banco es más respetable que su propio Papá que anda en alpargatas y no tiene dinero. Y eso sale de cosas como el Pato Donald. Es un ejemplo entre miles.
–Pasemos a un aspecto más concreto que lo involucra a usted más directamente: literatura y militarismo, sobre todo por el hecho de que usted es jurado en un concurso sobre el militarismo en América Latina. ¿Cuál es la visión que tienen los escritores en sus novelas y en sus opiniones acerca del fenómeno del militarismo?
–Personalmente no es un tema que yo haya tratado en mis novelas, como no sea incidentalmente, referencias a la negatividad del militarismo en su conjunto. Pero en cambio, hay otros escritores muy valiosos que si lo tratan, como la que leo ahora y que forma parte del concurso: la de Antonio Skármeta, chileno, que es una magnífica novela sobre Nicaragua, llamada La insurreción, y donde naturalmente la visión del ejército de Somoza está vista muy desde adentro.
Yo creo que hace ya muchos años los escritores latinoamericanos le están dando al tema del militarismo una importancia muy grande y me parece un signo muy positivo.
Le cito lo siguiente como un buen símbolo: la primera vez que fui a Cuba fue en el año 1961 –hace ya 20 años–, como miembro del jurado de novela de Casa de las Américas, el premio se lo dimos a una novela de un argentino, David Viñas, que se titula Los hombres de a caballo, que es una visión implacable de la mentalidad castrense del ejército argentino, de los jefes militares argentinos. Viñas conoció bien ese ambiente porque fue cadete militar, cosa que no he sido yo. Y me pareció magnífico que él utilizara esa experiencia en forma de denuncia.
Todos los escritores latinoamericanos que han tenido una experiencia más o menos directa del militarismo, tienen la obligación, el deber fundamental de exponerla a través de la ficción, de novela, de cuentos. Me parece que es uno de nuestros deberes más importantes. Ahora; es un deber, pero que sólo se puede cumplir cuando se le conoce bien. Yo no sé nada de la vida militar; en cambio, evidentemente, Viñas lo conoce muy bien y tantos otros escritores.
–En su discurso en la Casa de las Américas, en La Habana, en este año, usted revalora el papel de los intelectuales en ciertos procesos de América Latina. ¿Siente usted –el discurso, creo así lo apunta– algún cambio en sus perspectivas, visiones y convicciones acerca del papel de los intelectuales?
–Dentro de unos pocos días voy a leer un texto en la Universidad de Xalapa. El texto concierne fundamentalmente al problema del exilio, y los escritores conocemos sobre todo a escritores también exiliados. Es un poco de simpatía personal e incluso de formación profesional: es lógico que yo conozco más exiliados escritores que exiliados sicoanalistas o ingenieros. Una de las cosas que quiero señalar en esa conferencia –y que le adelanto porque contesta a su pregunta– es que muy positivamente y de una manera muy afirmativa, creo que éstos últimos diez años el escritor latinoamericano se ha vuelto aún más consciente, cada vez más consciente de su función que es al mismo tiempo literaria y política, porque ya son dos cosas que no podemos separar sin caer en el escapismo, en la traición; la vieja idea de la torre de marfil funcionaba muy bien en el Siglo XVIII, pero no funciona en el siglo XX.
A esto se agrega otro factor positivo –yo espero que esté de acuerdo conmigo, porque si no lo estuviera tendríamos que discutirlo para que usted me convenciera–; en este momento, al final de este decenio, del lado de las fuerzas progresivas civiles están los mejores escritores latinoamericanos. Y aquéllos que de manera o solapada secundan las derechas, los sistemas ya establecidos, se aferran a sus privilegios –aunque desde luego puede haber muy buenos escritores– están en minoría con respecto a digamos nosotros, porque puedo usar el plural.
Creo que es un hecho muy positivo, porque yo me sentiría en una situación de tener que autocriticarme toda mi vida si yo descubriera que los escritores a los que más respeto como escritores le están haciendo el juego a Pinochet o a Videla o a cualquiera de los dictadores latinoamericanos. Y afortunadamente no es así. Los mejores escritores argentinos actuales –muchos de los que han envíado textos a este concurso– están exiliados, es gente que se han ido, Y además están los que han matado; Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, que han sido asesinados porque han dicho la verdad hasta el último minuto.
Estoy convencido que la literatura latinoamericana está del lado de la luz. Estoy absolutamente convencido. Y eso tendrá que tener su efecto en la lucha final en el momento en que haya una conciencia popular. Porque nosotros somos parte de las fuerzas que ayudamos a multiplicar esa conciencia popular a través de libros, de artículos, de esto que estamos haciendo usted y yo en este momento.
–Sin embargo, también se nota en América Latina a grupos de escritores a quienes desde un punto de vista literario no se les puede objetar su calidad y su participación en la literatura latinoamericana en los últimos años, pero que desde un punto de vista político han tenido una radicalización hacia el otro lado, hacia la derecha. Los nombres podríamos citarlos aquí, pero son de sobra conocidos. Son gente que han cambiado sus perspectivas sobre el papel de los intelectuales y que se han colocado –no sé si usted esté de acuerdo– en una especie de limbo intelectual.
–Sí, desde luego. E Incluso usted y yo estamos pensando probablemente en las mismas personas.
–Sí, así es.
–Claro, desde luego. Son personas que no pueden ser objetadas en el plano de la literatura porque son magníficos escritores, pero que evidentemente ya sea por razones de tipo personal, ya sea por intereses, ya sea –vamos a decirlo francamente– por cobardía, por una cobardía profunda –se puede ser un gran escritor y un gran cobarde–, optan por todas las supuestas garantías, seguridades e incluso privilegios que puede ofrecerles la derecha actual, la derecha ideológica y la derecha práctica –porque las dos cosas van juntas– en América Latina.
Bueno. También sería inquietante si descubriéramos que absolutamente todos los escritores están en una posición de izquierda. Porque en primer lugar habría que preguntarse entonces cómo es posible que las derechas sobrevivan, porque aunque el escritor es un sector pequeño, es significativo en el país, es una de sus voces, es uno de sus fanales. Pienso que no es así, pero insisto en que la mayoría para mi más valiosa no ha revisado sus puntos de vista; los critica, los autocritica, y puede pasar de visiones muy radicales a menos radicales o de menos radicales a muy radicales, pero de ninguna manera aquéllos que yo estimo y respeto han dado –ni se me ocurre pensarlo– que vayan a dar el salto al otro lado. No; ellos no serán nunca disidentes.
–Una de las características –y la referencia es conceptual en cuanto al uso de la palabra para identificar a un grupo de escritores– del boom latinoamericano era representar una serie de proporciones temáticas, lingüísticas, de preocupaciones personales y revaloradas con respecto a sus propios países, a su continente o a sus convicciones. Del lapso 1960-65 cuando empezaron a publicar, a la fecha, se nota en América Latina una oleada de nuevos escritores que tienen nuevas proposiciones, en la medida en que el contexto latinoamericano en los últimos 20 años ha cambiado. ¿Cómo observa usted ese hecho?
–Afortunadamente eso se nota, porque nosotros, los protagonistas de eso que se llamó el boom, somos ya gente vieja. Es decir, que de alguna manera, aunque todavía sigamos escribiendo y por ahí podamos escribir bien, estamos en una etapa repetitiva. Yo tengo la impresión de que la mayoría de nosotros ha dado su máximo, ha ido hasta el extremo de sí mismo; aunque eso no se puede probar matemáticamente, puede ocurrir que cualquiera de nosotros publique libros aún mejores que los que había publicado antes. Pero en principio no es así. Creo que esa etapa está cumplida con su bueno y con su malo, creo que el factor bueno es muy superior al malo.
Lo que me interesa y lo que me alienta es que la nueva generación, la que viene después del boom, es una gente que se preocupa todavía más que nosotros de los problemas de tipo ideológico y político y en los temas de sus novelas se nota eso, la frecuencia es muy perceptible. Tengo una impresión de que hay una identificación creciente con las causas populares, aún más que las que pudieron darse en la obra de sus predecesores.
Lo que veo es que en esta nueva generación hay una mayor diversidad geográfica. Es decir en la actualidad, prácticamente no hay un sólo país latinoamericano que no tenga a varios escritores, poetas, cuentistas, novelistas, o autores de teatro que están haciendo un trabajo de identificación con el pueblo, trabajo de avance ideológico muy perceptible; cada uno a su manera, dentro de sus tendencias, dentro de su ala en particular. Hace 15 años ese boom –usted sabe muy bien era muy minoritario y abarcaba escritores de unos pocos países. Creo que en este momento aún el país más pequeño de América Latina puede inmediatamente poner sobre esta mesa el nombre de novelistas y cuentistas. Yo lo sé un poco porque recibo libros que me remiten los propios autores y que me permiten entonces hacerme una idea bastante panorámica de lo que sucede. Tengo la impresión de que es un proceso que va en aumento y que la nueva generación estará todavía más politizada en el buen sentido de la palabra, es decir; sin ningún sacrificio de los valores literarios, porque ahí viene el gran problema de la literatura llamada comprometida.
–En los años sesenta, los intelectuales del boom tuvieron, con respecto a los problemas sociales de América Latina, a la realidad concreta del continente, una especie de incorporación. En 1980 no es incorporación, sino que se da un fenómeno nuevo: el escritor como un producto natural de una realidad, el escritor embarcado desde el principio con una problemática determinada. Una situación muy especial, donde el intelectual no se puede plantear el dilema: ¿soy o no soy comprometido? En este sentido se cae en el gran problema de la literatura contenidista y la llamada de evasión. ¿Cómo analiza usted ese problema? ¿Cómo piensa usted que se está resolviendo en América Latina este último dilema?
–En esa primera distinción que usted hizo, estoy perfectamente de acuerdo. Creo que la mayoría de los escritores del llamado boom tuvieron una especie de viaje de vuelta, de regreso hacia las fuentes latinoamericanas. Lo cual significó un esfuerzo, un trabajo de conciencia mental por parte de la mayoría de ellos –yo me cuento en esa lista–.
En cambio, es perfectamente exacto que los escritores de la nueva generación no tienen que volver a nada, porque están saliendo, están inmersos en un contexto latinoamericano profundamente convulsionado por los problemas de que hemos estado hablando hasta este momento. De modo que, entonces, la posición de ellos es –para usar la palabra en buen sentido–menos artificial. Es lógico, es natural, es casi como respirar, que un joven escritor de nuestros días, mexicano o argentino, cuando empieza a escribir lo hace inmerso en una problemática cotidiana de la que no solamente no puede escapar, sino que no quiere escapar.
Ahí, como siempre, entra el factor individual. ¿Están los escritores, con ese compromiso, haciendo la gran obra literaria, que será la verdaderamente fecunda porque será la que creará nuevos estados de conciencia en sus lectores? ¿y estiman los escritores, un poco por contagio o por obligación política, que la literatura de alguna manera tiene que ser una arma permanente y constante de lucha? Yo estoy de acuerdo en que la literatura es una arma permanente y constante de lucha. Pero en esa lucha no hay que olvidar que se está hablando de literatura y que la literatura es una actividad especifica que tiene exigencias y características propias, la primera exigencia es la belleza, es la categoría estética. No se puede pensar en una gran literatura que no le lleve al lector un elemento estético de inmensa belleza. No se puede imaginar un libro como Cien años de soledad que no sea hermoso; es una paradoja lo que estoy diciendo pero es así. Si usted le quita la hermosura, la escritura, ¿qué queda de Cien años de soledad? Una serie de anécdotas sobre un pequeño pueblo perdido en las selvas. Si usted le quita la belleza literaria a las novelas de protesta social de Miguel Ángel Asturias, ¿qué le queda?
Eso es lo que, desgraciadamente, muchos escritores llamados comprometidos no alcanzan a comprender. Piensan que el mensaje de tipo político, que el mensaje de tipo revolucionario basta ponerlo en forma de cuento o de novela para que sea literatura. Es una equivocación gravísima. Y es muy grave por motivos muy patéticos. Me acuerdo que yo ya hablé de eso en Cuba hace 20 años, cuando había que hablar de eso porque habla muchos peligros de malentendidos. Yo les hacía notar algunas experiencias mías en el campo argentino. Cuando usted habla con los paisanos argentinos y les cuenta cosas de ficción –usted sabe eso; la gente se pone a contar cuentos en torno al fogón–, si usted cuenta una tontería o una cosa muy mal contada, aunque les esté contando la historia de Sandino, si la cuenta mal, si la cuenta aburridamente, el paisano chupa su mate y se queda tan tranquilo… Pero si usted es un poeta y un escritor y cuenta esa misma historia con todos los elementos que emocionan y que conmueven y que potencian el relato, usted está haciendo literatura oral y usted está transmitiendo el mensaje político a fondo. Es la única manera de hacerlo llegar, la única manera literaria. Después de eso están los textos políticos, los artículos, los ensayos, y ese es ya otro campo.
Es el eterno problema: la verdadera, literatura con contenido político tiene que ser esa literatura donde la verdad no mate la belleza y que la belleza no mate la verdad, porque el camino es reciproco.
–¿Podría decirse que en América Latina en la actualidad, el umbral de los ochenta, la polémica ya no es en torno a si debe ser o no política sino en torno a lo que se cuente –que es político– tiene que cumplir una serie de requisitos de belleza, de creación, de rigor?
–Yo pienso que sí, que conviene poner mucho el acento en ese aspecto, porque tengo la impresión –lo dijimos hace un minuto que la gran mayoría de los escritores actuales están tan inmersos en los conflictos de sus respectivos pueblos, que esos temas vienen entran naturalmente, de manera natural, en su temática. Ahora, si eso ya está en la temática, lo que cuenta es que la temática alcance una gran calidad literaria para que el contenido tenga una proyección. Si no tiene esa calidad literaria, se queda en las buenas intenciones y ya sabe usted que el infierno está pavimentado de buenas intenciones.
-En los sesenta, algunos escritores del boom hablaban que la actividad fundamental del intelectual era hacer la revolución y que la literatura, dentro de una división conceptual del trabajo, sería una especie de actividad subsidiaria. Ahora, siento en usted un cambio –y su discurso de este año en Casa de las Américas así lo expresa– en esas concepciones. A 20 años del boom, ¿cuál es, según usted, el papel que cumple la literatura?
–Es una pregunta que puede ser peligrosa por esa noción de importante y subsidiaria, porque hay que tener cuidado con las malas querencias. Nosotros, a veces inconcientemente, heredamos una tradición que viene del romanticismo del Siglo XIX, una tradición marcadamente elitista de la literatura. Es decir: el escritor, en la época de lo romántico, se ve a sí mismo como un pequeño Dios; e incluso un poeta tan inmenso como Shelley se anima a decir que el poeta es el primero de los legisladores, es el que hace la gran ley de la Humanidad y la expresa en poemas.
Esas ilusiones las hemos perdido, afortunadamente. El escritor no es un pequeño Dios, no es el primer legislador, es un hombre un hombre que cumple una actividad específica que en sí misma yo no la considero más privilegiada que cualquier otra actividad específica bien realizada. Yo no tengo una noción de privilegio literario y creo justamente que algunas de las dificultades que hubo con ciertos intelectuales en Cuba nació de que ellos no criticaron en sí mismos el peso de esas ideas ya muy añejadas y ya muy sin conexión con la realidad. O sea por un lado se sentían muy revolucionarlos y lo eran; pero al mismo tiempo exigían un status de escritor, un cierto privilegio, decir que –vamos a decirlo con un mal ejemplo– el mejor asiento en el ómnibus. Yo no creo actualmente que el hecho de ser escritor me dé a mí mejor asiento en el ómnibus, que a un ingeniero o que a un excelente operario electrónico o que a cualquier persona que haga bien su trabajo.
Es decir: esa noción de superioridad intrínseca de la literatura creo que en el contexto de América Latina está en crisis, afortunadamente, y que el escritor es más humilde; yo lo espero por él, además que lo sea. Ahora, esa humildad no significa bajar la puntería o reducir sus ambiciones literarias o el alcance de sus propósitos. Muy al contrario: no tiene nada que ver.
Lo que cambia, sí, es esa perspectiva un poco áulica que tenían los escritores de otros tiempos, la idea que de sí mismos pudo haberse hecho Rubén Darío en un momento dado. Ahora no hay ningún escritor latinoamericano, a menos que esté loco, que pueda considerarse como se consideraba a sí mismo Rubén Darío.
Y en ese sentido el primero, el más grande y el más maravilloso ejemplo en esa puesta en realidad del trabajo literario lo dio José Martí, que era un inmenso poeta y un hombre que conocía todo lo que se puede conocer en materia de trabajo literario, era al mismo tiempo el más modesto de los hombres en el sentido de que él apostaba ese trabajo, mientras sus compañeros apostaban el trabajo de tipo práctico o de otra naturaleza. Creo que Martí, en ese sentido, nos sigue dando un ejemplo extraordinario. Sin embargo, cronológicamente es un hombre del Siglo XIX, pero se mete en este Siglo mucho más adelante que tantos que están vivos hoy.